sábado, 27 de enero de 2007

LA PELÍCULA QUE QUIERO VER EL FIN DE SEMANA

Os pongo una crítica de la película que quiero ir a ver durante este fin de semana. Trata sobre la vida del pintor modernista Gustav Klimt, y es del director Raúl Ruíz. Esta crítica, obviamente la he encontrado navegando al buscar reseñas para ver si vale la pena. Parece que promete.

No es fácil hacer un comentario (para no utilizar la palabra crítica, que ciertamente no es el caso) de un film por primera vez, y menos si se trata de la última película de Raúl Ruiz estrenada en Francia. Me surge como primera pregunta: ¿es que a esta altura se puede ver un film de Ruiz y decir que no lo encontraste bueno? Para mí al menos no es fácil decir que sí. Ver un film de Ruiz es partir en su viaje cinematográfico, tratando de absorber todos los detalles, ideas, visiones y astucias posibles, aún a sabiendas de que se te escaparán otros miles. Es leer un cierto savoir faire del autor, las reminiscencias de películas anteriores, en fin, su lenguaje único. Es reír de las sutilezas del guión que llegas a entender y es devorar imágenes cargadas de significado y belleza. Es, en fin, un todo que te lleva finalmente, aún a pesar de sentir que no has entendido a cabalidad la historia, a decir que la película es "buena", "poética" o al menos "interesante".
Esta vez no fue la excepción. Al ir al encuentro de su film sobre el austríaco Gustav Klimt –pintor mayor del siglo XX y uno de los padres del modernismo-, el viaje, el proceso se repite. Y al final, acaba la proyección, se encienden las luces, y te preguntas de nuevo, y escuchas a la vez una pareja de franceses al lado tuyo preguntarse: "bueno, ¿qué entendiste?". Pero justo en el momento de la cavilación, aparece el mismo Ruiz en l’avant-première contando de qué se trata el film, y te das cuenta de que la historia es mucho más simple de lo que pensabas: en su lecho de muerte, un agonizante Klimt –interpretado por John Malkovich- tiene un último sueño o evocación de lo que fue su vida.
John Malkovich en Klimt
La película es, entonces, ese racconto onírico de momentos, lugares, rostros y situaciones –reales o ficticias- de la vida del pintor, relatado desde su propia imaginación (o desde la imaginación de Ruiz en este caso). Y más concretamente de un momento de su vida, cuando el artista es ya una figura reconocida internacionalmente, admirada o repudiada, que causa polémicas por sus exposiciones en diferentes capitales europeas, y que es acosado por bellas y elegantes mujeres que efectivamente formaron parte de su vida (madre y hermana, modelos, mecenas) o no (el fantasma de la mujer-musa ideal). Seguimos así a Klimt (un siempre extraviado Malkovich), por calles, bares, prostíbulos, reuniones y citas misteriosas. Y junto a nosotros le sigue también un personaje misterioso, suerte de alter ego del artista, que le permite dialogar consigo mismo. Vamos encontrando así a otras figuras de su tiempo –como el pintor y discípulo de Klimt, Egon Schiele (un muy teatral Nikolai Kinski, hijo del gran Klaus Kinski, y a quien fuera dado el papel, merecidamente, por su nivel de preparación para el casting)-, en un ambiente cargado del movimiento cultural de esos años en Europa y en especial la Viena del 1900, con asomos de modernidad, y con un cosmopolitismo y diversidad de idiomas insinuada en la película, aunque ésta sea curiosamente hablada en inglés (el cineasta explica que se debe a que el protagonista no habla alemán, y menos aún el alemán que se hablaba en aquella época, recalcando que no es el mismo).
De esta forma uno va teniendo la sensación de asomarse un poco a la personalidad del Klimt de esos años, o al menos a su subconsciente. Y a través de ese atisbo de un universo cargado de erotismo, misterio y belleza, uno se aproxima en forma sutil a su sentido artístico. Aunque quedan las ganas de una mayor exploración de esa faceta, del pintor. Las secuencias que quedaron más latentes en mi memoria son, justamente, aquellas en que lo vemos en su proceso creativo, jugando a desenfocar, con la ayuda de espejos y de agua, la perspectiva que dan las modelos desnudas colgadas del techo de su taller. O aquella hermosa escena que hace volar por el aire el dorado de los cuadros del artista, con una fotografía que no se queda atrás en lo pictórico (juego de profundidad).
Pero supongo que el fin de Raúl Ruiz era otro, uno menos previsible que la simple biografía del pintor: el indagar por los destellos de una mente alucinada. Y lo logra. El mismo Ruiz está contento de su resultado, al considerar que con este film (realizado, como es su costumbre, sin un guión muy definido a la base, y en este caso con un contenido de improvisación estimado por él mismo en un "25%") ha casi llegado al punto que quiere desarrollar con su cine: el film holístico, es decir, aquel en que el todo es más que la suma de sus partes (las obvias y las invisibles), con elementos que atraviesan toda la película (el vaso de agua, por ejemplo, y otros elementos del imaginario de Ruiz como los espejos), pero sin un principio ni un final. Así, de este nuevo viaje del cineasta, uno sale con la sensación de despertar de un sueño, lleno de imágenes y sensaciones. De pronto uno puede olvidarse (o cuestionarse) de que se trata de un sueño de Klimt, pero en ningún caso de que se trata de un sueño de Ruiz. Y esa ambigüedad le da, quizás, todo el significado y encanto a la película.
El viaje ha acabado, salgo de la sala, y me digo de nuevo: una "muy buena" película del maestro.